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lunes, 19 de abril de 2010

No se deje al alcance de los niños. Parte 1

No se deje al alcance de los niños



Autor: Carlos san Román


Fecha: 19 mayo 1994


Las escaleras de madera volvían a crujir debajo de sus diminutas pantuflas. Mamá se las había comprado el fin de semana anterior. Eran blancas con una gran cara de conejo en la punta. Se había abrigado bien, con su pijama de franela y la bata que había usado en el hospital, cuando lo operaron de las amígdalas. Papá había ido muy poco a verlo. Mamá decía que tenía mucho trabajo y que debía ganar dinero para pagar la operación. Él sólo recordaba el dolor de garganta y las espectaculares cantidades de nieve de limón que tenía que comer para que cicatrizara la herida. Las llaves de la casita sonaban mientras caminaba. Las había tomado de la recámara de sus padres, que estaba en la casa grande. La linterna la tomó prestada de su hermano mayor. Sólo esperaba que aquel abusivo no se percatara, pues le esperaba un castigo, como hacer la cama o limpiar zapatos. La casita, era una pequeña construcción de dos niveles que quedaba a unos metros de la casa grande, al fondo del jardín. Ahí, Papá tenía su estudio. Carlitos recordaba cómo su Papá los llevaba a desayunar los sábados, después al club, y cuando regresaban, se metía al estudio y salía ya muy tarde. Había días que Carlitos creía que su Papá dormía ahí, pues lo veía muy tarde en la noche y luego muy temprano en la mañana, escribiendo en su vieja computadora. El niño se sentía orgulloso cuando sus amiguitos o sus mamás le preguntaban si era hijo de Carlos D. Eathen, el hombre que con sus relatos hacía temblar todas las semanas al público radioescucha. Él respondía orgulloso que sí. Aunque en realidad nunca había escuchado el Cráneo, el programa que hacia Papá. Mamá decía que pasaba ya muy tarde, y que además, los niños buenos no podían escuchar cosas de diablos, brujas y esqueletos. A él no le importaba. Papá era un hombre bueno, que los llevaba a nadar y les compraba cosas en el centro comercial. Tal vez lo de los diablos y todo eso, era exageración. Pero desde hacía días, Carlitos había quedado impresionado por algo que vio. Su Papá regresaba, como todos los días, con un paquete de libros bajo el brazo. El niño, siempre curioso, lo había desenvuelto. Muchos círculos con estrellas amarillas y rojas en medio adornaban la portada. En los extremos, unas curiosas caritas con barba y unos cuernos como de toro, sacaban la lengua. El fondo era negro. La tapa se sentía igual que los zapatos de piel que su hermano había querido de cumpleaños. Y en medio de esta composición, se leía, "Los Secretos del Infierno". Después de eso, escuchaba a Papá que le contaba a Mamá sobre el descubrimiento del libro en una vieja tienda en La Lagunilla. Se escuchaba muy emocionado. Decía que podíamos salir de nuestros problemas económicos. Que con las recetas de su libro, fácilmente podría hacerse director de la estación y acabar con sus enemigos. Pero Mamá se había puesto triste y lloraba. Después, llevó el libro a su estudio y lo colocó en uno de sus libreros. Él sabía que si su Papá decía que se podían hacer cosas buenas con aquel libro, era cierto. Tal vez Mamá no le había entendido, o estaba cansada. Mamá siempre estaba cansada, pues además de trabajar, atendía la casa, a él y a su hermano y estudiaba.






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